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Cine, cine, cine, menos cine ¡por favor!

Esto de la crisis empieza a no dejar títere con cabeza en el ámbito inmobiliario español. Lo que empezó siendo un parón del mercado residencial, se ha extendido al patrimonial y amenaza con llevarse por delante también el comercial, pese a las transacciones que ya ha habido y que están por venir, en ocasiones derivadas de vendedores forzados que se deshacen de los pocos activos generadores de rentas de los que disponen. Un problema que tiene una doble vertiente, como casi todo en la vida. De oferta, por exceso, y de demanda, por defecto, tanto de locales como de visitas y, sobre todo, gasto de los consumidores. Un fenómeno que se ve reforzado, negativamente, por la masiva presencia en los centros comerciales de los cines, industria en declive cuya agonía amenaza con llevarse algún activo emblemático por delante. Pleitos tengas… y los ganes, que dice el refrán.

En efecto, en los últimos años, los centros comerciales no han sido inmunes a la bonanza económica de pies de barro de la que ha disfrutado nuestro país en los últimos años. Al calor del consumo furibundo al que parecían abocar sin remedio a Juan Español -felices los que como Ulises se encadenaron al palo mayor para evitar oír los cantos de sirena-, unos tipos de interés reales extraordinariamente negativos, el fácil acceso al crédito y un aumento en el valor de sus activos que parecía no tener fin, los distintos promotores se lanzaron a crear superficies a diestro y siniestro para dar satisfacción a las nuevas bolsas de población que iban surgiendo. Una oferta excesiva, vinculada a una boyante, por inconsistente en el tiempo, irrealidad económica, a la que, sin duda, contribuyeron las erráticas políticas de concesión de licencias de muchas comunidades autónomas.

Eran tiempos de vino y rosas donde, con carácter general, la ocupación era alta y las rentas elevadas, dado el sistema mixto ligado a los ingresos que muchos propietarios o gestores establecieron para sus ocupantes. Como todo había centros buenos, malos y regulares. No era, sin embargo, un problema de calidad, sino de cantidad. Cuando la crisis, como Avón, ha llamado a la puerta del sector, lo ha hecho con su cara más amarga: la de la desocupación de las nuevas barriadas, la de la saturación y el tamaño excesivo de muchos centros en relación con sus áreas de influencia y la de, como aproximación puro al consumo que son, la caída de las visitas y, sobre todo, de las ventas. En los comités directivos de muchas superficies empieza a sonar en demasía una cantinela en la que siempre están presentes estas dos palabras: ocupación, a la baja, y morosidad, al alza. No hay interés en el alquiler de nuevos locales y los inquilinos no ingresan lo suficiente como para soportar unos costes fijos a los que la estructura de horarios obliga.

Y dentro de esta última preocupación, un deudor recurrente: las cadenas de cines. Un arrendatario que ha pasado, en pocos años, de ser el gancho ineludible que garantizaba el éxito de un centro comercial a convertirse en una triple fuente de problemas, consecuencia de su decadencia en el ámbito del ocio, sobre todo, entre el público más joven. Por una parte, al haber perdido su efecto arrastre, se resienten las zonas de restauración, que ven reducida su afluencia e ingresos; por otra, se hace más complicado que los promotores recuperen la costosa inversión que la habilitación de los cines supone; y, por último, al caer su recaudación, apenas pueden hacer frente al elevado alquiler que han de satisfacer, fijado, cierto es, a tarifas muy ventajosas pero aún así inalcanzables. El impacto sobre el conjunto del activo es absolutamente demoledor.

El proceso de ajuste parece inevitable, especialmente cuando las tendencias que afectan al sector no muestran visos de poder solucionarse en un plazo relativamente corto de tiempo. Cerraran centros comerciales, se reconvertirán otros, nacerán nuevos banderines de enganche para los visitantes, desaparecerán las salas de cine o serán objeto de nuevos usos distintos a los actuales; en definitiva: se transformará por completo la industria. Aunque no estoy de acuerdo con la literalidad, inadecuada e inoportuna, de las declaraciones la semana pasada del Vicepresidente Solbes, sí que puedo estarlo con la moraleja que de las mismas se desprendía. La bonanza muestra los excesos de una economía o una industria; la crisis puede ser una buena oportunidad para identificarlos, actuar sobre ellos y construir un futuro distinto. Personalmente, a los hechos me remito, dudo de la capacidad del gobierno actual para corregir el rumbo económico de España. Confío más en que los centros comerciales sabrán hacerlo. O no. Buena semana a todos.